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UN TALLER DE MODA EN TÁNGER. ESCLAVITUD MODERNA

Un vestido se diseña en Dinamarca, y se confecciona en Vietnam con algodón de Pakistán y cremalleras fabricadas en China. Se almacena en Dubai y desde allí se hace la distribución mundial. Finalizado este periplo, el precio final del vestido es 12.99 . Las variables son casi infinitas pero la certeza es que algo no está bien. Alguien en esta cadena de producción no está ganando lo que le corresponde.

Según Nicholas Bernhardt, director ejecutivo de Informed 365, una startup tecnológica que garantiza la transparencia en las cadenas de producción textil, se estima que una de cada doscientas personas que habita este mundo forma parte de la esclavitud moderna. Las mujeres y las niñas representan el 71% de las víctimas de esta forma de explotación. Los menores de edad cubren el 25% y son diez millones de los esclavos de hoy en día. 

Estos reductos donde las condiciones laborales incluyen trabajo forzoso, explotación salarial, servidumbre involuntaria, horas extras excesivas y no remuneradas y trata de personas, reciben el nombre de sweathouse, taller clandestino o fábrica de explotación. Para llegar al origen de esta práctica, hay que remontarse a la Revolución Industrial en Gran Bretaña. Dicha revolución, junto a su maquinaria, se exportó a muchas ciudades europeas y al otro lado del Atlántico. Este hecho unido a las oleadas masivas de inmigrantes europeos que desembarcaban en los Estados Unidos en el siglo XX, hizo que la ciudad de Nueva York se convirtiera en el nuevo centro de producción textil. Como consecuencia de las necesidades económicas de familias italianas y judías de Europa del Este recién llegadas a la ciudad, y el creciente mercado, empezaron a proliferar talleres de costura clandestinos en domicilios particulares.

Con el aumento de la popularidad de la moda prêt-à-porter y el auge de los grandes almacenes, la demanda de producción en masa aumentó enormemente e hizo desaparecer los talleres de costura en las casas. De confeccionar prendas hechas a mano y a medida se pasó a abrir fábricas en lofts con techos altos y grandes ventanales. Pero las condiciones en estas fábricas no eran ideales: cientos de trabajadores, en su mayoría mujeres, se encorvaban sobre hileras de máquinas de coser durante largas jornadas por un salario muy bajo. 

Fue en marzo de 1911 cuando el incendio de la fábrica Triangle Shirtwaist en Nueva York acabó con la vida de 146 trabajadoras de la confección. Esta tragedia se convirtió en un punto de partida para los movimientos de sindicalización de mujeres trabajadoras y la legislación que exigía mejoras en la seguridad contra incendios. Pero este fue solo uno de los muchos desastres industriales que resultaron en la muerte de cientos de trabajadoras explotadas a principios del siglo XX.

 

A medida que los inmigrantes italianos y europeos comenzaron a ocupar puestos de trabajo no manuales, las fábricas de explotación empezaron a emplear inmigrantes asiáticos de China, Corea y todo el sudeste asiático, además de trabajadores latinos de México, República Dominicana y América Central y del Sur. En particular, durante la postguerra mundial, la afluencia de inmigrantes asiáticos a California convirtió a Los Ángeles en el nuevo epicentro de las maquiladoras (otra manera de llamar a estas fábricas clandestinas). De hecho, en 1995, 72 tailandeses fueron encontrados en un taller clandestino en los suburbios de Los Ángeles. Estos trabajadores habían sido reclutados en aldeas tailandesas con la promesa de un futuro mejor en los Estados Unidos, y fueron forzados a coser ropa durante jornadas de hasta veintidós horas. Este hecho sirvió como catalizador para la conciencia global sobre la esclavitud moderna y la trata de personas.

Desafortunadamente, las fábricas de explotación siguen siendo una cuestión de peso en la industria textil. Con el aumento de los costes laborales en los países occidentales, la confección de prendas se ha ido trasladando a países asiáticos como Vietnam, Camboya, China, Tailandia y Bangladesh. Debido a que estos países carecen de leyes laborales estrictas y la presencia sindical es muy frágil y a veces nula, las grandes corporaciones pueden pagar menos por una mano de obra más intensiva. 

Pero lo que estamos viendo hoy en día realmente comenzó en 2005, cuando se puso fin al Acuerdo Multifibras (AMF), que fue establecido en 1974 para regular el comercio global de productos textiles y de confecciones. Aunque la industria de la moda siempre se ha globalizado y la subcontratación de la producción lleva ocurriendo desde la década de 1980, el fin de este acuerdo realmente aceleró el proceso, llevándolo a una escala salvaje y sin precedentes. 

‘Las llaman fábricas ilegales, pero en realidad todo el mundo del sector las conoce, son empresas muy conocidas. Las llamamos fábricas clandestinas porque no respetan las mínimas condiciones de seguridad o derechos laborales’, explicaba recientemente Aboubakr Elkhamilchi, miembro fundador de la organización de base marroquí Attawassoul, vinculada con la asociación Clean Clothes

 

La tragedia en Tánger en febrero de este año sigue evidenciando la necesidad de esfuerzos conjuntos en la industria para mejorar la seguridad de las fábricas. Los informes sobre el evitable desastre indican que murieron diecinueve mujeres y nueve hombres, incluida una niña de catorce años, debido a un cortocircuito causado por las fuertes lluvias en la región. Esta tragedia pone de relieve una vez más que las relaciones laborales precarias, la falta de transparencia y la impunidad siguen siendo endémicas en la industria textil. Según la asociación de empresarios marroquíes (AMITH), de los mil millones de prendas que se fabrican en el país cada año, seiscientos millones se producen en fábricas subcontratadas por empresas extranjeras.

Algunos de los desastres industriales más notables relacionados con las fábricas textiles en el siglo XXI incluyen los incendios de varias fábricas de Pakistán en 2012, el incendio de la fábrica de prendas de vestir de Dhaka District en 2012 y el colapso de la fábrica Rana Plaza en Bangladesh en 2013, que provocó la muerte de más de 1.100 trabajadores. Esta tragedia dio lugar a un sistema vinculante que ha mejorado la seguridad de las fábricas para más de dos millones de trabajadores en Bangladesh. Actualmente, los sindicatos y las organizaciones de derechos laborales están pidiendo que este programa se convierta en un acuerdo internacional, no solo nacional, que pueda hacer cumplir los mismos niveles de salud y seguridad en las cadenas de suministro de producción textil en otros países del mundo.

Pero la explotación moderna no acaba en las fábricas. Trabajar desde casa o en un pequeño taller clandestino es una práctica común en la cadena de suministro. Es particularmente frecuente en países como India, Bangladesh, Vietnam y China, donde millones de trabajadoras lo hacen en su casa, mal pagadas y con falta de recursos legales. La India es el segundo mayor exportador de prendas de vestir del mundo, con el 47 % de las exportaciones destinadas a los Estados Unidos y la Unión Europea.

Aproximadamente trece millones de personas en la India trabajan en la parte textil de la industria y millones más en el sector orientado al hogar. Cuando las fábricas reciben una gran cantidad de pedidos o cuando se ven forzadas a reducir los costes de producción, subcontratan a trabajadores que operan desde casa. Los subcontratistas, normalmente hombres, llevan los materiales a las mujeres y niñas de las aldeas, que suelen realizar los trabajos más minuciosos como los bordados, y el cosido de borlas, abalorios y botones. Los subcontratistas recogen los pedidos finalizados y los devuelven a las fábricas, que los exportan a Occidente. A estas trabajadoras se las penaliza cuando no pueden cumplir con los pedidos a tiempo o cuando cometen errores, o simplemente no se les paga durante meses porque no hay nada que puedan hacer al respecto. Sin embargo, el hecho de que existan condiciones similares en Italia, por ejemplo, y esto facilite la producción de artículos de lujo, puede sorprender a quienes ven la etiqueta Made in Italy como sinónimo de artesanía sofisticada. 

Italia no tiene un salario mínimo nacional, pero muchos sindicatos y empresas consultoras consideran como un estándar adecuado pagar entre cinco y siete euros por hora. No suele pasar que un trabajador altamente cualificado llegue a ganar diez euros por hora. Pero los trabajadores que lo hacen desde su casa ganan aún menos, independientemente de si se dedican al trabajo del cuero, bordado u otra tarea artesanal. En este caso estaríamos hablando de entre un euro y medio o dos euros por hora.

 

‘Las marcas primero contratan a los productores principales que están a la cabeza de la cadena, que luego encargan a los subproveedores, que a su vez trasladan parte de la producción a fábricas más pequeñas bajo la presión de un plazo de entrega reducido y precios apretados’, comenta Deborah Lucchetti, coordinadora de Abiti Puliti. ‘Eso dificulta que haya suficiente transparencia. Sabemos que existe el trabajo clandestino en domicilios, pero está tan escondido que habrá marcas que no tengan ni idea de que se están haciendo pedidos fuera de las fábricas contratadas’.

Llegados a este punto y como consumidores, lo que podemos hacer es pedir transparencia en la cadena de suministro de la prenda que tenemos delante. Esto no tiene que ver con la culpabilidad, sino con la voluntad de querer entender de qué está hecha la prenda y cómo y dónde se llevan a cabo las producciones. Precisamente a esto se dedica el movimiento global sin ánimo de lucro Fashion Revolution, surgido en 2013 con el colapso del Rana Plaza en Bangladesh. 

Fashion Revolution –aquí tenéis la charla con Alejandra de Cabanyes como Coordinadora de FR España en nuestra segunda temporada- quiere garantizar el equilibrio de los tres pilares básicos que nos sostienen: social, medioambiental y económico, y así apostar por un presente digno y un futuro mejor. Por supuesto, la tecnología puede ayudar y ofrecer una manera fácil de traducir la transparencia a un cliente. Cada vez se espera más que las marcas sean responsables y estén vigilantes, pero para esto habrá que invertir en recursos y comenzar a profundizar en las cadenas de suministro- como por ejemplo, utilizando códigos QR en las etiquetas para que los consumidores puedan acceder fácilmente a las personas y a los procesos involucrados en las prendas. Recientemente he descubierto una base de datos de proveedores del textil que me ha parecido muy interesante y con gran potencial, se trata de la aplicación Open Apperal Registry. Funciona como un mapa de código abierto formado por fábricas de la industria a nivel mundial que se registran y a las que se asigna un código. Mediante este código se puede hacer un seguimiento tanto de las fábricas como de sus afiliaciones facilitando la transparencia. 

Para ampliar la perspectiva recomiendo ver The True Cost, un documental que abarca distintos aspectos de la industria, desde las pasarelas hasta las fábricas, y evidencia la necesidad urgente de cambio. 

 

¡Ya sabemos que nada cambia si nada cambia!

 

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